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viernes, 19 de diciembre de 2008

Devoción (fragmento)

Por Nalen Quijano

[...]

— Miguel —subió el tono de voz—, no empieces con tus rollos y sermones, bastante tengo ya con mi vida.
— Entonces, ¿para qué me has traído aquí?
Se quedó en silencio y detuvo también su movimiento. Apoyó las manos en la encimera, suspiró y, finalmente, dijo:
— Me lo ha dicho Dios.
Miguel intentó aguantar la risa y encogió los ojos por culpa de la confusión.
— Y no me mires así —se defendió Victoria—, sabes que todo lo que digo es cierto.
— Luego yo soy el que está loco…
— Haz lo que te de la gana, créeme o no, no me importa.
La conversación terminó y la cocina se volvió fría, la tensión helaba el ambiente. Victoria terminó de cocinar en diez minutos, le sirvió un plato abundante a Miguel y, sin despedirse, subió escaleras arriba y cuando llegó a su habitación dio un portazo. Miguel no se inmutó lo más mínimo y siguió comiendo con la parsimonia que le caracterizaba, tardando una eternidad en llevarse la cuchara a la boca y otra para masticar y tragar.
No le había enseñado la casa y sólo tenía vagos recuerdos de ella. Era la casa de su abuela y la heredaron sus hermanas tras su muerte. Amalia era la hermana mayor de Miguel, se llevaban dieciséis años y podría considerarse casi su madre. Con Victoria se llevaba sólo cuatro años y él hubiera preferido no haber salido del vientre de su madre antes que toparse con su hermana. Sus disputas eran incontables, se comportaban como auténticos críos y, con tal de fastidiar al otro, hacían lo que fuera imposible. Victoria lloró mucho por esto, a Miguel le acabó importando un comino pero, aún así, su hermana le seguía queriendo. Amalia se mantenía al margen de sus diferencias, se limitaba a ser la pseudomadre de los dos, los cuidaba, los mimaba y desempeñaba las tareas que la desaparecida trágicamente Catalina dejó a su cargo. Murió cuando una gran inundación se la llevó río abajo. La encontraron días después, con casi todos los huesos rotos y morada. Los hermanos nunca echaron de menos a su padre, el cual se fue a trabajar al extranjero y no volvió. Su madre les contó que emigró a Suiza y que allí aprendió tres idiomas. La única imagen que Miguel conservaba de él era una foto en blanco y negro, algo estropeada y antigua que siempre llevaba en el fondo de su cartera. Poca gente conocía la existencia de ésta y menos aún sabían que se trataba de Miguel Herrera padre, un tipo huraño, gruñón y, según decían las malas lenguas, hereje y blasfemo.
Cuando Miguel terminó su cena se recostó en el respaldo de la silla y observó todas las partes de la cocina. Las losas del suelo relucían y los azulejos de las paredes le daban dolor de cabeza por el brillo. Creía ver gente reflejada pero, como siempre ocurría, su mente le estaba tomando el pelo. Cerró los ojos con fuerza y, por suerte, desaparecieron.
Se trasladó al salón, le pesaban las piernas y andaba encorvado por costumbre. Su maleta permanecía aún en la entrada de la casa, cerrada y acumulando polvo. La cogió y se dirigió al sofá, en el salón no había televisión, pero a Miguel le bastaba y le sobraba con el movimiento sinuoso del fuego, el cual le hipnotizaba creando una tenue danza que al pobre hombre le resultó hasta erótica. Se empezaba a obsesionar y, como conocía el final en estas situaciones, lo evitó cerrando los ojos por segunda vez. Decidió mantener la mente ocupada en otros asuntos, abrió la maleta y empezó a hurgar en su interior, sacó toda la ropa que llevaba de equipaje y la apiló encima de la mesita de café. La ordenó primero por colores, luego, por tejidos y, finalmente, por el sonido que creía oír al llevarse la prenda a la oreja. Quedó exhausto por tal trabajera y suspiró inclinando la cabeza hacia atrás.
— ¿Eres nuevo por aquí? —preguntó una voz desconocida para él.
Miguel se asustó y abrió los ojos más de lo normal. Se frotó las manos y se repitió para si mismo que aquello que creía escuchar no era real, que estaba enfermo y que, si se concentraba, desaparecería y él sería una persona normal.
— Las chicas no suelen traer hombres a casa —dijo—, aunque Victoria se salta de vez en cuando esa norma de “no antes del matrimonio”…
— ¿Quién eres? —preguntó con desesperación.
— Bueno, todo el mundo me conoce como María y estoy en el cuadro más grande del salón.
Pensó que, quizás, estaría soñando así que le siguió el juego. Se levantó con énfasis y recorrió la estancia en busca de la pintura que le estaba hablando. La encontró después de diez minutos y, allí estaba ella, vestida con túnicas celestes, rubia y con ojos azules, toda una belleza.
— Es raro que te hablen los cuadros, ¿verdad? —preguntó la Virgen riéndose.
— No tanto para mí —respondió—, acabo de salir de un manicomio y me han llegado a hablar hasta barras de pan, estoy prevenido.

[...]

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